Hace cincuenta años (dos de julio de 1961), el escritor y periodista Ernest Hemingway se descerrajó un disparo con una escopeta de dos cañones, tal vez para cazarse a sí mismo, o porque ya –según Durrell- era un impotente sexual, o porque, como se ha investigado, se le habían acabado las historias. En ese momento, la leyenda –que ya lo era en vida- cobraba visos de mito, y el autor de El viejo y el mar, se convertía no sólo en uno de los más leídos autores del siglo XX, sino en uno de los más imitados.
Hemingway, de padre médico y mamá artista, será también un escritor (y periodista) de la guerra, como que le tocó vivir de cerca las conflagraciones más terribles del siglo (y de la historia de la humanidad). A los diecisiete años, cuando ya sabía boxear, pescar, disparar escopetas de caza, jugar rugby y apenas terminada la secundaria, ingresó como reportero en el Kansas City Star, en el que, según lo recordaría siempre, aprendió del manual de estilo del periódico: frases cortas, verbos y no adjetivos, siempre lenguaje positivo y vigoroso.
Ya en la Primera Guerra, en la que estuvo como ayudante de ambulancias, presenció los horrores en el frente austriaco-italiano, en el que fue herido por las esquirlas de un obús, algunas de las cuales llevaría toda su vida. De aquella experiencia se nutrirá su literatura, en la novela Adiós a las armas, que tiene aspectos autobiográficos. De la guerra también conoció las desgracias humanas en el pavoroso encuentro entre griegos y turcos, que narró en crónicas para el Daily Star, de Toronto.
Hemingway, el que aprendió en España no sólo a amar la tauromaquia sino a los republicanos, va a ser un cronista de su tiempo y un escritor de muchas partes. Así como creará novela y cuentos italianos, también escribirá novelas y relatos franceses, españoles, cubanos, africanos. Lo más norteamericano que concibió fue su obra A través del río y entre los árboles. De España, a la que consideró su segunda patria, narrará la guerra civil, tanto en reportajes para revistas como Nana y Esquire, o en novelas como Por quién doblan las campanas (censurada por el franquismo), con personajes inolvidables como Robert Jordan y María.
Otro de sus amores (aparte del de muchas damas) sería Cuba. En efecto, en la isla escribió su novela sobre la guerra española (publicada en 1940), pero también bebió de otras historias. En 1936 había publicado en Esquire la crónica titulada Sobre las aguas azules, en las que ya está el germen de El viejo y el mar. Esta novela corta e intensa, publicada en 1952 en la revista Life, le agrandará la fama y le hará merecedor del Pulitzer. En 1954, el Nobel recaería en él, que para entonces era un escritor con atisbos heroicos, célebre no sólo por sus ficciones sino por sus aventuras, safaris, participación en la resistencia antinazi francesa, romances, en fin.
En Cuba, donde se estableció primero en el hotel Ambos Mundos y después en Finca Vigía, situada en Francisco de Paula, afueras de La Habana, Hemingway fue un tipo amado por todos. Sus recuerdos están esparcidos por el yate Pilar, por la Bodeguita del medio, por el Floridita donde hizo célebres los daiquiris, por Cojímar y por el libro de Norberto Fuentes (Hemingway en Cuba).
Hemingway, el mismo que “cubrió” la Segunda Guerra para Collier’s y otras publicaciones, a cincuenta años de su muerte sigue siendo leído y estudiado. Aquel miembro de la Generación Perdida (bautizada así por Gertrude Stein), cuyas experiencias de cuando eran “jóvenes, felices e indocumentados” aparecieron en su póstuma obra París era una fiesta, continúa rondando a los lectores.
“Papá” Hemingway, aquel que en una crónica anticipó la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra, dejó, tras su disparo definitivo, un legado de arte literario y de ética. Y tal vez algo más hondo, como la reflexión del viejo pescador Santiago: “El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.
Tomado de Elespectador.com|
Desde aqui puedes descargar El Viejo y el Mar, traducido por el escritor cubano Lino Novas Calvo.