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Eliseo Alberto (Lichi) Diego se ha escapado hace unas horas


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El escritor, poeta y guionista de cine Lichy Diego, Eliseo Alberto Diego (La Habana, 1951), hijo del poeta cubano Eliseo Diego y sobrino de la escritora y poetisa Fina García-Marruz, ambos pilares de la generación de Orígenes, acaba de fallecer en la ciudad de México debido a una complicación surgida raíz del trasplante de riñón que se le hiciera en días pasados  en el Hospital General de México.

Licenciado en periodismo en la Universidad de La Habana, fue jefe de redacción de la gaceta literaria «El Caimán Barbudo» y subdirector de la revista «Cine Cubano». Dio clases y talleres de cine en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba, en el Centro de Capacitación Cinematográfica de México y el Sundace Institute de Estados Unidos.

Como buen tronco de tan prestigiosa estirpe, Lichy Diego, dejo una vasta obra que pasará a la historia de la literatura cubana como digno legado. Entre ellas «Importará el trueno» (1975), «Las cosas que yo amo» (1977) y «Un instante en cada cosa» (1979) , hasta el género de memorias, en el que destaca el «Informe contra mí mismo» , «Caracol Beach» (1998), que fue galardonada con el premio Alfaguara de Novela.  Y aquel guion inolvidable –escribió muchos más- para la película «Guantanamera » (1995), que dirigió el gran director  cubano de cine Tomás Gutiérrez Alea (Titón).

«El retablo del conde Eros» (2008) queda como su última novela.

La noticia aun reciente, ha entristecido a poetas y escritores que de alguna manera y en diversas circunstancias han compartido con él un mismo escenario y una misma historia. Al mundo del cine cubano y latinoamericano y, desde luego, a su familia, a la que nos unimos en este pesar.

Dos  poemas de Eliseo Alberto (Lichi) Diego

Una calle de La Habana Vieja

SASTRE. BORDADOS A MANOS.

SE HACEN DOBLADILLOS.

Como los fondos de cerveza

y el cubilete

de cuero a caballo

con sus dados amarillos del tabaco.

“FONDA LA PRIMERA”

por sus chinos

y sus manteles blancos

la limpia guayabera

y los relucientes zapatos a dos tonos

tomando una liviana taza de café

Así pasan los días

en una calle de La Habana Vieja

porque allí es costumbre de muchos años

bordar a mano.

(Poema escrito a los 17 años)

Los poetas no mueren

Los poetas no se mueren nunca —y menos, si los matan: es ley de la

vida y también de la muerte. En todo caso se convierten en fantasmas

muy tenaces. Los verdugos lo saben en carne propia porque cada letra

del poeta, cada palabra suya, cada verso limpio, les pega como una

bofetada. La única eternidad posible será la que conceda la poesía. La

poesía es don del hombre. “País mío no existes/ sólo eres una mala

silueta mía/ una palabra que le creí al enemigo”, dijo mi querido

Roque Dalton meses antes de que sus jefes guerrilleros del Ejército

Revolucionario del Pueblo (ERP) le metieran un balazo a traición, el

Día de las Madres de 1975, a cuatro tardes de cumplir 40 años —hace ya

treinta y cinco.

Cuando conocí a Roque, en la colmena habanera de los setenta, él era

el poeta más simpático del mundo. Lo recuerdo vestido con una camisa

blanca de mangas cortas, pantalón cualquiera y unas botas altas, mal

acordonadas. Más delgado que su malicia, tenía buena fama de

polemista. No soportaba los caprichos del poder ni el poder de los

caprichosos, y se peleaba de palabras con sus superiores o

subordinados, de igual a igual. Había logrado una pronta consagración

con su libro El turno del ofendido e iba dejando a su paso por la

ciudad un rastro de anécdotas (casi siempre inverosímiles) más un

reguero de amores que se sumaban, en centroamericana fugacidad, al

libro de las leyendas urbanas. Para acreditar sus hazañas con pruebas

de rigor, El Flaco Roque hubiera necesitado ser El Gato Dalton y

consumir más de siete vidas; así y todo, creo que tendría que robarse

otras tantas en alguna barata de mercado. Cómo explicar, sin creer en

Dios, sus mil quinientas páginas de poemas, sus dos escapes de la

cárcel minutos antes de ser llevado ante un pelotón de fusilamiento,

sus andanzas por todas las callejuelas de Praga (persiguiendo la

escurridiza sombra de Franz Kafka), sus travesuras en la Corea sin

humor de Kim II Sung y, por último, la confianza que tuvo en sus

camaradas de guerrilla aún sabiendo que ellos envidiaban rabiosamente

su inteligencia, su carisma y sus cojones.

“¡Qué cosa tan jodida es descansar en paz!”, dijo el autor de Taberna

y otros lugares sin saber que él nunca tendría el privilegio del

reposo pues sus matadores siguen sin atreverse a decirnos por qué lo

acusaron de ser agente de la CIA si sabían bien que era una calumnia

—ni dónde rayos lo enterraron horas después, aquella noche de

primavera. Muy cerca de la casa donde le dispararon en la nuca, las

mujeres más lindas del continente desfilaban por la pasarela de un

concurso de belleza. No me extrañaría que lo primero que haya hecho el

espíritu de Roque fuera irse volando a verlas modelar: ni cadáver, un

hombre como él se perdería esos bikinis.

El presidente salvadoreño Mauricio Funes acaba de nombrar en un alto

cargo de su gobierno a Jorge Meléndez, el valiente comandante Jonás,

un hombre que lleva en el cuerpo varias heridas de guerra y, en el

alma, la inconfesada pena de haber sido uno de los ejecutores del

poeta y su compañero en la muerte, el obrero Armando Arteaga, alias

Pancho. Los otros comandantes implicados, aún vivos, son Alejandro

Rivas Mira y Joaquín Villalobos —según confesión pública del propio

Villalobos. “Fue un tremendo error”, reconoció entonces. En entrevista

reciente, un Jorge Meléndez acorralado dijo al periodista Tomás

Andréu: “Yo no recuerdo el asesinato de Roque Dalton, recuerdo un

proceso político en el cual salieron muertos varios compañeros (…) No

soy asesino de Roque Dalton. En ese proceso del ERP con mucho orgullo

yo soy partícipe. (…) Las guerras son situaciones excepcionales de

mucho dolor, de muchos muertos, de faltas de ley, de decisiones

siempre arbitrarias (…) Yo estuve ahí y sé lo que pasó”. Han corrido

treinta y cinco mayos y Jonás no la ha aclarado nada.

La familia Dalton, de la cual me siento parte por razones largas de

contar, sólo pide que se sepa la verdad. Juan José y Jorge, hijos de

Roque, quieren rescatar el cuerpo del poeta: esta semana, encabezan

una cruzada a favor de la justicia. “No sabemos a dónde fue a parar su

cadáver, no hemos tenido esa oportunidad de ponerle una flor (…) Los

responsables de las torturas sicológicas y físicas que mi padre y

Armando Arteaga sufrieron durante su cautiverio, tienen nombre y

apellido. El gobierno (del presidente Funes) tiene dos caminos:

rectificar y despedir a Jorge Meléndez o ser cómplice de uno de los

involucrados en el crimen. Mayo seguirá siendo un mes sumamente triste

e injusto. Muy injusto”, ha dicho Jorge.

Roque escribió: “No temáis por mí y perdonad que me retire por un

momento. Voy a reírme de vosotros”.

Vosotros son ellos.

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