Por Por Sergio Berrocal (Colaborador de Prensa Latina)
Marilyn Monroe ofrecía su juventud a un viejo verde. Era la jungla de asfalto de los perdedores de todos los tiempos, condenados a babear por un beso.
En las películas negras norteamericanas de los años cuarenta los candidatos a olvidarse en el alcohol se apretujaban en el mostrador de un bar que más bien parece un pasillo. Truffaut y otros preferían bonitas terrazas con mesas de mármol redondas y güisquis en vasos de grueso fondo en el París de las flores.
Virginia Wolf escribía en La señora Dalloway: «No ha leído nunca, no ha pensado nada, no ha sentido nada». El hombre perfecto.
El sol pica desde el campanario de la iglesia blanca que parece una misión católica de California la vieja, trasladada a Fuengirola, allá en la Costa del sol español, sin Jalisco que me cante y sin John Huston que gruña.
En la punta de la plazoleta de bancos de hierro colado, desangelados, la estatua de un hombre con gorra y arrodillado repara una red de bronce como Penélope tejía. El pescador todavía vive, en un varadero, como yo desde hace ocho años. Probablemente los dos esperamos lo mismo. Salvo que él no ha perdido ningún avión.
De aquí a la eternidad aparece un tipo seco y recio con una trompetilla de mentirijilla, sacada de alguna juguetería. La sopla y surge un grito agudo que me atraviesa el alma. Me sumerjo en De aquí a la eternidad, con un Frank Sinatra pequeñito enfundado en un uniforme gris. Se apaga el sol y aparece Montgomery Clift. Me emociona.
Estamos sentados en un incómodo banco. La periodista me pregunta, con toda la convicción de las vírgenes originales y lacradas hasta la marcha nupcial -que quizá suene en silencio en una playa la noche menos pensada-: ¿Es cierto que perdió usted el último vuelo para Manaus y que ya no le queda más que el suicidio para volar de aquí?.
No ha entendido nada de mi libro «Ültimo vuelo para Manaus». Ni falta que le hace. Le ha mandado un jefe de sección chiflado y huesudo que probablemente adoraría verme hundido a diez metros bajo el mar con una bola de hierro atada al dedo gordo del pie derecho dentro de un barril de mosto adulterado.
Me bajo del banco y me siento en la arena de la playa. «Mire, jovencita, me cae simpática. Pero no se fíe porque a estas horas suele salirme el incestuoso».
Pausa. Lento silencio: «¿Y qué es incestuoso?».
La muchacha, periodista recién analfabetizada de una universidad cualquiera, me venía pidiendo que le contase la verdad sobre mi libro «Último vuelo para Manaus» que un crítico ha definido como «grito silente y amargo de los leones heridos» (y yo no llego ni a gaviota repelente de Hichtcock).
-Hace ya muchos, muchos años, casi antes de que tú nacieras “no puedo dejar de admirar su juventud de belleza a hurtadillas- una noche de Brasilia, cuando la sabana se adueña de la ciudad hasta el amanecer, momento en que vuelven a renacer los edificios altos y las autopistas interminables, tuve en mi mesa un billete para el último vuelo hacia Manaus.
¿Conoces Manaus, mi amor? Después de mucho pensarlo no lo utilicé. Pero no era nada extraño. Soy el hombre de las oportunidades, quiero decir de los vuelos perdidos. Muchos años atrás, al comienzo del firmamento que todas las noches se funde con el lago Paranoa de Brasilia, se me presentó la oportunidad por primera vez. Estaba en La Habana. Era la primera vez que visitaba Cuba y a las pocas horas de aterrizar me habían acogido como el amigo al que se suele esperar en el aeropuerto. De entonces conservo varios entrañables amigos y sobre todo varias amigas.
Ellos me convencieron en el espacio de una noche sin luna que había una vida mejor, que no era indispensable la abundancia para ser moderadamente felices, esa abundancia estrepitosa a la que yo estaba acostumbrado de siempre. Entonces en Cuba se carecía de muchas cosas que yo en Europa consideraba indispensables para poder arrear en la vida.
Pasamos toda la noche en una casa de Miramar hablando de Jesús. La que más y mejor se refería a él era una muchacha trigueña de inmensos ojos verdes, más frecuentes de lo que la gente cree entre los cubanos, que me machacaba verdades que yo conocía pero de las que dudaba.
Bebíamos ron pausadamente, al final sin hielo. Y a medida que las horas pasaban, -los cuatro estábamos reunidos en un patio como yo no había visto nunca-, mi fe se fue afianzando. Fueron días de embriaguez espiritual total. Estaba en otro mundo. A medida que pasaban los días entre película y película del Festival de Cine de La Habana, aprendí a quererme, me reconcilié conmigo mismo.
Una tarde, un enorme periodista, el brasileño Aroldo Wall, que ya falleció, me propuso quedarme un tiempo en Cuba y enseñarles lo poquito que yo podía enseñarles de las mentiras periodísticas occidentales. Los ojos de Jesús que yo había visto reflejados en la cara bonita de Miramar me dijeron que era cosa mía. Yo arrastraba una penosa experiencia que por el momento había aparcado en Europa…
-¿Se refiere usted a aquel accidente, el que el crítico Francisco Javier Redondo Roldán describe así: «Puede uno haberse curado de la angustia de haber perdido lo que más amaba, pero el desencanto parece aguardar a quienes jugaron demasiado fuerte a los dados contra el destino»?
– Más o menos. Yo sabía que estaba a salvo allí, entre aquella nueva gente que, sin saber nada de mí, me bañaba en el cariño sin normas ni condiciones. Intui que había hecho bien tomando el vuelo París-La Habana, que entonces paraba en Gander, una isla de Canadá donde el aterrizaje era saludado por todas las sirenas de los patrulleros de la ciudad que se arremolinaban alrededor de nuestro aparato en lo que me pareció una simpática zarabanda de película musical. (Luego me enteré de que, en realidad, era más bien una horda maldita a lo Henry Hatthaway)
Sabía que era el último vuelo que había que tomar, que yo debía tomar, pero como siempre les ocurre a los humanos y hasta a los dioses, nos acobardamos en nombre de otros compromisos. Y aunque era consciente de que aquellos cubanos que habían entrado en mi corazón cuando con una Revolución sin parangón nos había devuelto la ilusión en un mundo menos injusto, -y aunque sabía que me habían salvado la vida-, recordé que en París me esperaba la Penélope de la que habla Redondo Roldán, rodeada de fieros futuros combatientes de esta vida. Y tomé el vuelo que con un poco más de endiosamiento no debería de haber tomado.
Luego me dieron otro billete, pero como soy muy desordenado lo perdí. Y me quedé en tierra para siempre jamás. Ya ve, querida niña, cosas de la vida.
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