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MI MALTRECHO MARTI


Por Raysa White

 

En su natalicio.

 

josemarti1Hace casi veinte años, en afanes de trabajo entré a grabar al Museo de Guanabacoa, un municipio al norte de Ciudad de La Habana. Después que terminé el encargo, pasé a uno de sus salones, que llevaba tiempo empeñada en visitar: la sala de José Martí. Vi los grilletes de cuando transitó por las canteras, las fotos, unas cartas; y encerrado dentro de una vitrina me llamó la atención un traje pequeñísimo, de talla estrecha, que más bien parecía la ropa de un adolescente. Sin embargo, una tarjeta decía que era el traje que José Martí usaba cuando vivía en Nueva York. Mi cuerpo se enfrió, salí al patio y me senté en un murito de ladrillos rojos a cavilar. Aquel traje se impactó en mi memoria. Por ella desfilaron las imágenes de un hombrecito, cabeza inclinada bajo la lámpara garabateando afanoso la hoja de papel, muchas hojas de papel, pomo de tinta, pluma mojando en tinta, uno, dos, tres, cuatro horas de la madrugada. Piernitas ligeras atravesando calles; cuerpo embasado en semejante chaqueta, digna de similares zapatos, tiritando de frío. Entrega de un sobre al director de un periódico, en espera de un salvador ¡APROBADO! para pagar la renta. Piernitas de nuevo subiendo escalones, baja calefacción porque el dinero no alcanza. ¡Cómo matar este frío que se apropia de mis huesos y un hambre que no se me desprende del estómago! Breve discurso aquí, largo y pasional allá. Cuerpito desplomado en el camastro. Ojos de ensueño. Feroz cansancio.

 

Por cierto, no vi la debatida botella de Ginebra que han advertido algunos detractores. Seguro estaba allí ¡por Dios, con ese frío! ¡Y esa hambre! Sobre una mesa o en algún lugar del piso, debe de haber estado, pero no la vi. Lo que vi fue la sombra de un gigante recostado al sillón con aquel trajecito, y me preguntaba cómo podía ser posible que de tan febril agotamiento hayan salido versos antológicos, frases geniales, pautas políticas, manifiestos de vida, y las grandiosas bases del Partido Revolucionario Cubano. Sólo un dios puede conseguir titánica hazaña. Lo vi después conspirando con Gómez, pujando con Maceo, envuelto en rabia, ansioso, de pasión inflamado, humilde como un niño, fiero como un leopardo, escrutando en alta mar el cielo negro, saltando sobre la arena de Playitas, abrazándolo todo con aquellos bracitos como si las playas y los montes cubanos fueran suyos. Finalmente aquel gesto imprudente de morir cara al sol.

 

Yo quería a Martí, al de los libros, al que estaba en el busto de la escuela, al de La Edad de Oro ¡qué historias tan hermosas! Lo quería ¿por qué no? Como se quiere al compañero de pupitre, o al vecino, por simple cercanía. Pero ese trajecito del museo ¡qué cosa! lo trastornó todo. Un sol contra la vida encarcelado en un traje zurcido. Sólo en alma, espíritu batiéndose; desarrajando montes, derribando murallas.

 

Fue ahí exactamente –ni antes ni después- en que empecé a quererlo, dicho de modo íntimo, como se ama al amor de la primera vez. Un traje. Se dice y no se cree. Una simple prenda de vestir pudo abatirme el músculo. Revolverme el misterio.

 

Y así, cuando en mi mente la angustia comienza a apagar los candiles –esos momentos raros en que el nervio se afloja-, me abrazo a la memoria de aquel traje como el niño a su madre, desnuda e indefensa; o temblorosa y leve, como el agua a su pez.

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