Por Sergio Berrocal (Colaborador de Prensa Latina)
El panorama del cine mundial que observo desde los apagados ardores de mi descafeinado con leche en la Costa del Sol, se me antoja desolador, desmembrador de voluntades, cajón de sastre para los apetitos menos cinematográficos.
Entonces vas y esperas el milagro, que la última película de Ken Loach, que afortunadamente todavía no está en el cielo, Looking for Eric, aparezca pronto por mis carteleras bamboleadas por todos los vientos con pretensiones de mini tornados que peinan las costas del Mediterráneo.
Miras hacia las carteleras que plasman sueños de adolescentes en los que se ceba el acné y alguna que otra cosita para mayores con el cerebro varado en la miseria del disgusto y deseas que sople el viento de la desgracia.
Ese vendaval que el Premio Nobel francés de Literatura J.M.G. Le Clézio oye soplar en las páginas de su Desierto con una descripción casi idílica: cuando viene este viento lento y amable, la gente cae enferma un poco en todas partes, los niños pequeños y las personas mayores sobre todo; y mueren…
Eric Cantona, el protagonista de Loach al que paseó por las carteleras vistosas del Festival de Cannes, ha sido en el recuerdo de la adolescencia de mis hijos, un futbolista francés que encantaba a las multitudes porque parecía interesarle más gozar de la vida que jugar a esa cosa llamada fútbol.
Ya saben, un balón, y veintidós multimillonarios que quieren colarlo en la portería contraria. No por deporte. No por amor propio. Porque cada gol aumenta vertiginosamente sus cuentas bancarias. La mayoría de esos «magos del balón» como lo llama la propaganda oficial del régimen de los más ricos, cobra alrededor de un millón de euros por mes, el presupuesto de un pequeño país.
Cantona siempre parecía un ET perdido entre Francia y Gran Bretaña, con sonrisa de bueno y rostro de malo de película negra. Ken Loach lo ha convertido con su última película, Looking for Eric, en una especie de ángel de la guarda que tratará, desde la inmortalidad que algunos mortales conceden a los futbolistas, llevar a un cartero desesperado un poco de felicidad.
En espera de que Eric me fascine como por lo visto ha fascinado a muchos que creen en la terapia del cine, Günter Grass me ha convencido de que «quien fotografía disfruta más de la vida». Y he decidido, jurado, refrendado, que voy a fotografiar a esas gaviotas blancas de pico poderoso que mañana, tarde y noche me observan en mi terraza cuando vienen de desayunar, cuando van a almorzar y ya se pone el sol cuando después de cenar deciden retirarse a un rincón oscuro de la playa.
En estos nueve años que llevo encerrado en esta costa de fin de mí, con única parada en Marruecos a condición de dar unas brazadas, las gaviotas y yo no habíamos hecho muy buenas migas. Dejé de correr por el paseo marítimo de Fuengirola, ciudad de punto final, porque me perseguían y me chillaban.
Desde hace un tiempo me hablan y aunque no las entiendo creo que no quieren lanzarse sobre mí como se lanzaron sus antepasados sobre el blanco y rígido rostro de Tippi Hedren, azuzadas por el gordo Alfred Hitchcock.
Descubrí a Le Clézio, el Nobel, cuando las gaviotas me observaban en mi terraza. Pensé que si me veían leer con mucha dedicación considerarían que no era precisamente un bocado apetecible: demasiadas palabras que digerir. Y me zambullí en el desierto de ese francés callado, en un libro que tiene partes fascinantes.
Es la historia de Lalla, una niña probablemente pariente, hermana, prima o quizá esposa antes de tiempo de un tuareg, con un rostro que encandila al sol. Corre por las dunas del Sahara para alejarse del maldito rico que quiere comprarla como los conquistadores compraban a los indios de las Américas, con espejitos, estupideces que brillan sin ser oro.
Sus ojos son negros como el azabache, igual que el pelo que le cae en media melena sobre una frente profunda y unos labios llenos de vida, de sensualidad. Su mirada es intensa como un candil en un pajal muerto de oscuridad. Nadie puede enamorarla, nadie puede quererla porque ella no lo permite.
Hasta que una tarde en el Sahara que se pierde en las leyendas escritas y confabuladas por los europeos decide que un negro larguirucho de ojos verdes será su esposo. Se ofrece a él con la misma elegancia que prepara el te verde muy azucarado. El hombre no se lo cree: «Se abraza con fuerza al cuerpo del joven pastor, hasta que sus olores y sus hálitos se confunden por completo. Muy suavemente, el muchacho entra en ella y la posee, y ella oye el ruido precipitado de su corazón contra su pecho».
Desde lo alto de la terraza, frente al mar, las gaviotas gritan. Me dicen que les encantaría ver a Lalla en una de esas películas que ellas contemplan desde lo alto cuando se proyectan en las playas.
Y si creen que exagero, quéjense a esos especialistas que atribuyen a esas ratas volantes una inteligencia especial.
*Escritor y periodista francés radicado en España.