Por Óscar Domínguez G. (*)
Cada generación tiene sus ruidos, su ropa, su mechón, su caspa, su poesía, su locura, sus profetas, sus ideologías, sus olores. Hace 40 años, en Woodstock, la música corrió por cuenta de Jimmy Hendrix, Santana, Richie Heavens, Joan Báez, la Familia Stone, y otros etcéteras ruidosos que llenaron de música la década de los años sesenta, la nueva bella época en la que ocurrió de todo. A muchos nos tocó enfrentarnos a esa música con el precario inglés de Hamilton que nos enseñó a decir sí o no, con la cabeza.
Años después, Woodstock tuvo su versión criolla en el Festival de Ancón, en La Estrella, cerca de Medellín. Entre quienes cubrieron ese ruido, recuerdo a Gloria Valencia de Castaño, don Arturito Abella y sus Teresitas, Germán Castro Caycedo, Elkin Mesa, Jaime Espinel…
A estas alturas del partido de nuestras vidas, no aguantamos una misa con triquitraque. Preferimos hacer anónimo protagonismo con verbitos más apacibles como dormir, descansar, ennietecer, ver atardeceres, acariciar el gato. Ladrar sentados que llaman. Como no entendíamos la letra de Woodstock, asumíamos que ellos ponían la música, y cada uno de nosotros le agregaba la letra de sus propios despistes espirituales. En París, Sartre y su tribu le decía a eso existencialismo. Entonces nos creíamos inmortales.
Los que seguimos por la prensa detalles de Woodstock, nos recogemos temprano, como las gallinas, y preferimos cantar melodías dulzonas como Lágrimas negras, Cuatro preguntas, Perfidia, o el himno Cambalache, de Santos Discépolo. Nuestros hijos se preguntan cómo lograron sobrevivir unos padres que gustaban de semejantes canciones.
Desde hace un buen tiempo nos asilamos en pacíficas yerbitas de valeriana a años luz de la maracachafa que ahora utilizan en infusión abuelas desinhibidas para combatir la artritis o el reumatismo.
Quienes han empezado a darnos el saludable codazo generacional, copan los sitios de rumba. Les cedemos el paso los pusilánimes que empezamos a chorrear la baba en este parsimonioso ocaso que nos va pierna arriba… Nos dormimos viendo pasar una nube mientras sentimos que «vamos desapareciendo». Cada segundo tiene su afán, decimos estoicamente con el Eclesiastés que remplazó los libros del profeta Jack Kerouac que notificaba a sus vagabundos: «Sólo se vive una vez. Vamos a pasarla bien». «No nacimos pa’ semilla», dirían después los jóvenes de barrios olvidados.
Hace tiempos estamos de regreso al bolero, el tango, los bambucos y al viejo son cubano, después de moler Satisfaction, de los Rolling Stones, o canciones de Joe Cocker, The Beatles, Bob Dylan, Pink Floyd, Jethro Tull, The Door, Janis Joplin. Huimos del heavy metal o cualquier ruido de alguna de las bandas que contaminan lo que queda del medio ambiente. Nos pueden arruinar el tímpano.
Ahora vivimos aconductados, incorporados al establecimiento que juramos derrocar. Nos coquetean el alpiste (alzheimer con despiste) y nos acosan achaques proustáticos. Andamos en busca de tiempos perdidos mientras el colesterol hace de las suyas. De paso, nos dedicamos a torear miuras como la andropausia y la disfunción eréctil. En tiempos de Woodstock, en pleno fenómeno jipi, se hacía el amor y no la guerra. Ahora hay que dar mucha guerra – léase viagra – para poder hacer el amor.
Arrugas, pategallinas, barrigas prominentes, son nuestras nuevas cédulas de identidad. Estos defectos que trae aparejada la acumulación de años, están a la orden del día para deleite de los cirujanos plásticos que nos miran con un bisturí en su siniestra mano, prestos a actuar. Y a pasar voluminosa factura.
Preferimos meter los pies en babuchas de abuelo o en agüita caliente con sal, en vez de buscar escenarios para sacudir el esqueleto. Para no dañarnos los semestres que nos quedan, estoicamente preferimos decir, con los gurús de la autoayuda: vivamos en el aquí y en el ahora. No hay más remedio.
*Periodista colombiano.