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Edith Piaf, la última enamorada


edith-piafPor Sergio Berrocal (*)

Todavía, de vez en cuando, da algún coletazo el museo de cartas de amor que gente no muy cuerda abrió con toda la fuerza del desatino del que quiere pero no puede.
Se trataba de hacer creer que el amor con sobre y sello sigue existiendo, cuando ya el desamor ni siquiera telegrafía, sino que telefonea en cobro revertido con un celular porque la prisa es grande de empezar otra aventura amorosa sin principio ni fin y, si es posible, sin contenido.
Ni los señores escriben a las damas para confirmar o desmentir una pasión ni las señoras utilizan el bolígrafo más que para hacer la lista de la compra. Quizá las nuevas parejas de caballos crean todavía que la luna facilita los amores.
«No le amo, en absoluto; por el contrario, le detesto, usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me escribe; usted no ama a su propio marido; usted sabe qué placeres  las letras le dan, pero aún así usted no le ha escrito seis líneas, informales, a las corridas!
«¿Qué hace usted todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, qué nuevo amante reina sobre sus días, y evita darle cualquier atención a su marido?».
Frío, frío, ni Meg Ryan ni Julia Roberts o alguna de las románticas que todavía quedan en el celuloide de algunas películas de Hollywood  podría recibir una misiva como la que acabo de transcribir. Ni Tom Hanks, que entonces no jugaba a ángeles y demonios, se dejaría tentar por semejante escritura anclada en el hígado Y eso que cuando pudo hacerlo acababa de quedarse viudo en una de esas ciudades norteamericanas que a los europeos nos parecen decorados de cine. Y eso, además, por si fuera poco, que tenía un hijo pesado como el destino que quería buscarle a toda costa una mujer.
Esa prosa forma parte de los cientos de cartas que mandaba un soldado desde campos de batalla donde cuando se moría no había ningún ayudante de dirección que se desgañitara gritando «¡Corten!».
El soldado, con algunos galones y una insoportable inquietud en el estómago era el emperador Napoleón. En las largas noches de su campaña en Egipto o en cualquier otro país arrasado por su voluntad de civilizar, evitaba darle al remordimiento intrínseco de todo matador y componía cartas que su amada Josefina recibía unos días después, casi más rápido que hoy, en su palacio de la Malmaison, cerca de París, y que leía cuando sus sábanas todavía estaban llenas de otro.
Cualquiera de los otros que hicieron del Emperador más poderoso de la Tierra un simple y magnífico cornudo, personaje que llenaría muchas páginas del teatro francés.
Ay, aquellas cartas de amor. Una fortuna van a dar por cincuenta cartitas, amorosamente llenas de faltas de ortografía, que la cantante francesa Edith Piaf escribió a un tipo que no conquistaba naciones ni nacionales sino que se dedicaba a correr con una ridícula bicicleta con el ridículo nombre de Toto. ¡Pobre Napoleón!
Dalida, aquella diosa de interminable cuerpo hecho para el amor, cantó y cantó el precio de una palabra, que hoy – 2009 años después de que Jesucristo tratase de enseñar a los analfabetos del corazón a amarse los unos a los otros sin tener que pasar por la vicaría, ni siquiera por el juzgado-, los hombres y las mujeres ya no saben escribir. Probablemente porque no lo sienten.
Napoleón, Victor Hugo, cualquiera de esos grandes, que quizá formaron parte de aquellos Maestros del Mundo que dicen anunciaban los Rosacruces, vivían sus pasiones con las plumas que como espadas empuñaban para dar amor, reclamar amor, llorar amor o sencillamente suplicarlo. Trazos gruesos que rompían el papel y ensuciaban hasta el mantel del restaurante de diligencias donde un sucio cura de Normandía bendecía sus propios alimentos ante de tragárselos.
Finalmente, no nos queda más que Edith Piaf, la tímida, la colérica, la mujer que con un cuerpo de niña enfermiza arrancaba a sus amantes gritos de triunfo que ni la reina de Egipto era capaz de conseguir del pobre Marco Antonio.
Edith era menuda y siempre daba la impresión de que cualquier soplo mal dirigido la tumbaría. Toda su vida, en la que la miseria tuvo protagonismo, amó con ansias de supervivencia. Su fragilidad podía con los hombres sedientos de celebridad que se movían por los camerinos y buscaban un lugar en el sol entre las luces apagadas de las bambalinas.
Ya de mayor, y cuando se tuteó con la gloria, nunca olvidó que fue una «gamina» de París que al son de un acordeón ruidoso entonaba canciones de ciegos que los vecinos celebraban arrojándole monedas baratas desde sus ventanas.
Pese a encontrarse al otro lado del canon de belleza de una Kim Basinger, era capaz de provocar  tontería crónica en seres rebeldes como fueron Yves Montand, Charles Aznavour o el griego Georges Mustaki. Pero cuentan que su gran amor, del que no creo queden cartas, fue el boxeador francés Marcel Cerdan, quien probablemente no sabía escribir, pero que había llegado a ser campeón mundial peso medio en 1949.
Después del triunfo y de las curas reglamentarias de aquel día glorioso en un vestuario teñido de sudor moruno, voló hacia ella pero el destino del comandante de su avión, ya saben ese señor que lleva muchos galones y a quienes las azafatas le sirven de todo en las películas de Dean  Martin, había decidido matarle aquella misma tarde.
Pero no se me pongan tristes. Las cartas de amor van a resucitar gracias a los mensajes que se mandan entre teléfonos móviles. Lo digo con la fe del converso. Me encontraba yo en una reunión de amigos en un pueblo fresco de Granada cuando mi teléfono me advirtió que tenía mensaje,  no un correo electrónico como le decía su computadora a Meg Ryan en no sé qué película de la que no quiero acordarme.
Y leí: «Mi amor. Ayer no pudimos vernos. Te espero mañana a las siete en el jardín detrás de la biblioteca, donde tú sabes. Quiero que me vuelvas a besar como me besaste antes de marcharte». Imaginen mi emoción. Me creí el Romeo de las Julietas y al día siguiente estuve como un primerizo en el jardín.
Al cabo de dos horas admití por fin que aquel mensaje me había llegado por casualidad. Antes de ponerme triste, porque la realidad casi nunca nos gusta, pensé que después de todo, ya no había quien me quitase casi veinticuatro horas de pasión. Y regresé a casa con la sonrisa de los vencedores.

*Escritor y periodista francés, radicado en España.

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