
Padre José Luis Sáez – JS
Feria del Libro (Mayo 2011)

No creo que sea preciso recorrer el camino de cinco siglos para determinar cómo o en qué ha contribuido la Iglesia a la conformación de la cultura que define al pueblo dominicano. Una cosa es la participación de los eclesiásticos en la tarea evangelizadora a partir del segundo viaje de Colón, que no fue precisamente exitosa, y otra cosa muy distinta es la labor formal de cristianización a partir de 1511, es decir, una vez que la Iglesia había sido organizada y contaba con una estructura formal, es decir, cuando ya había diócesis, aunque sólo una estuviese dotada de un obispo residente.
Para ser realistas, cualquier historia de la Iglesia en Santo Domingo debe comenzar no antes de la erección de los obispados de Santo Domingo y la Concepción de La Vega en 1511, mediante la bula Romanus Pontifex, emitida por el papa Julio II el 8 de agosto de ese año. En la misma bula se erigía también el obispado de San Juan en la isla de Puerto Rico. Completaría el aspecto oficial, por así decirlo, la erección de la Catedral de Santo Domingo, que hizo en Burgos Fr. García de Padilla, O.F.M., el único obispo consagrado hasta entonces, el 12 de mayo de 1512.
Ya llevaban once años en el país los franciscanos, que pronto formarían la Provincia de Santa Cruz de las Indias, su primera provincia americana, y hacía dos años que se habían incorporado tres dominicos a la acción pastoral de la Iglesia. Poco más de un siglo más tarde (1616), se incorporarían los primeros frailes mercedarios, y por fin, en 1658 llegaban los primeros tres jesuitas, dedicándose ante todo a la pastoral educacional. Es decir que, hasta bien entrado el siglo XVIII, el panorama de la Iglesia y de la cultura dominicana se definiría mucho mejor, porque precisamente los jesuitas fueron los que además se dedicaron a la formación del clero nativo en el antiguo y maltrecho Colegio Gorjón, convertido en seminario tridentino o conciliar en 1603.
El famoso sermón del IV Domingo de Adviento de 1511, a cargo de Fr. Antonio Montesino, O.P. en la única iglesia de la Ciudad, como lo refiere Fr. Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias, se ha convertido en sintomático del papel al que la Iglesia no renunciaría: la denuncia profética. Y todo esto cuando el Real Patronato de 1508 determinaba, definía y dirigía ese difícil maridaje entre la Iglesia y el poder político español.
Aunque durante esos años la Iglesia no desempeño el papel de liberadora, sometida como estaba a un poder político, y sobre todo económico, sin embargo hubo atisbos de ponerse de parte del oprimido, por parte de algunos arzobispos, aunque sólo fuera por su casi perenne enemistad con el poder político local. Prueba de ello es la promoción a órdenes mayores, es decir hasta el sacerdocio, de varios descendientes de esclavos africanos desde 1625, y eso a pesar del prejuicio e intolerancia del clero de origen castellano. Ejemplos destacados del nuevo clero (“fusco colore affecti”), fueron el Licdo. Tomás Rodríguez de Sosa, que nació esclavo, Nicolás de Aguilar, Lázaro de Acevedo, Juan de Gálvez, José Quesada, y sobre todo el Licdo. Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, rechazado por el Cabildo de Santo Domingo y futuro arzobispo de Santiago de Cuba.
1.- La Iglesia como compañera de camino del futuro pueblo dominicano
Desde ese primer momento, la misión de la Iglesia se dividiría en tres facetas o aspectos, por decirlo así: la administración de los sacramentos o evangelización directa, la enseñanza y la asistencia social. A través de esa triple misión, y a un ritmo lento, se desarrollaría también el crecimiento de una nueva sociedad, de una nueva forma de convivencia social, hasta desembocar en la autonomía política en el siglo XIX.
Aparte de la administración de los sacramentos, de los otros dos aspectos de la Iglesia son ejemplos el establecimiento de los primeros centros de enseñanza, es decir, el Estudio General de los frailes dominicos, convertido en Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino en 1538, y en el siglo XVIII la Universidad Real y Pontificia de Santiago de la Paz y de Gorjón, unida al colegio que a los jesuitas se les había autorizado en 1701. En esas instituciones, y en algunas escuelas parroquiales sí está una de las notas más destacadas de la Iglesia como educadora por lo menos hasta mediados del siglo XIX.
En el área asistencial, el país contó con el Hospital de San Nicolás, –sólo quedan las ruinas–, que era una institución básicamente civil, pero del que no estaba ausente la acción pastoral de la iglesia, y el Hospital de San Andrés, que sí era fundación eclesiástica, pero que tuvo una vida inestable, y acabó transformándose en otra cosa muy distinta, –un refugio de sacerdotes díscolos– y acabó desapareciendo antes de convertirse en la Casa de Beneficencia en el siglo XIX.
Ni siquiera con la aparición de la estimada obra de Mons. Juan Felix Pepén La Cruz señaló el camino. Influencia de la Iglesia en la formación y conservación de la nacionalidad dominicana (1954), quedamos libres de la consabida participación del limeño camilo P. Gaspar Hernández en el movimiento separatista de 1844.[1] Sería preciso releer su verdadera función y sobre todo su pasado y hasta su razón para establecerse en Santo Domingo, para darnos cuenta de que no pudo ser el gestor de la idea de autonomía política.[2] Fue maestro de los que después crearían “La Trinitaria” en 1838, y eso bastó para que, por lo menos, en la sacristía de San Carlos se ambientase la inquietud juvenil.
Pero como en diferentes oportunidades, la Iglesia no ha sido precisamente un bloque unido y homogéneo, a la hora de la unificación política de 1822,–la inadecuada “ocupación haitiana”–, a la hora de la separación de 1844, de la inconsulta anexión y de la Restauración, hubo miembros del clero que estuvieron de uno u otro lado, y a veces con posiciones irreconciliables. Por citar sólo dos ejemplos, el entonces Vicario General Tomás de Portes, cuatro años después arzobispo de Santo Domingo, no estaba de acuerdo con la separación, aunque se le adjudique aquel “¡Salve, Padre de la Patria!” con que recibió a Duarte ante la Puerta de San Diego. Sin embargo, el P. Manuel González Regalado no dudó en que Duarte asumiera la presidencia de la recién nacida República en Puerto Plata el 10 de julio de 1844. [3]
Estos datos le harán pensar a muchos que la contribución de la Iglesia a la sociedad y cultura dominicanas se ha centrado casi exclusivamente en el área del quehacer político. Eso no es así, y creo que todos lo sabemos muy bien. Que haya habido eclesiásticos que hayan probado suerte en la política, que hayan sido tentados por la actividad política o que hayan detectado cargos públicos de una u otra índole, no se puede considera sino un defecto más que han sufrido los eclesiásticos. Los ejemplos cunden hasta bien entrado el siglo XX, pero eso, que también se detecta en la historia de otros países de América Latina, no es lo más destacado de la contribución de la Iglesia a la sociedad.
2.- La educación como base del desarrollo político autónomo
La verdadera contribución de nuestra Iglesia se ha centrado, a mi entender, en el área de la educación, sobre todo cuando empiezan a aparecer las escuelas católicas a mediados del siglo XIX, y una vez que no se podía pensar aún en tener una universidad en forma, y no lo sería hasta 1914, cuando se establece la Universidad de Santo Domingo, hija legítima del antiguo Instituto Profesional.
Recuérdese que si en algo contribuyó la Iglesia a la maduración de la autonomía política, fue precisamente con las escuelas elementales que los eclesiásticos abrieron de modo incipiente en las sacristías de las parroquias de San Carlos, Santa Bárbara y el templo del antiguo Convento de Regina Angelorum.
La primera escuela estatal, pero patrocinada por la Iglesia, ideada y dirigida por un eclesiástico, que supuso algo novedoso, fue la Escuela de Agricultura que estableció en 1856 el Can. Francois Charbonneau en parte de lo que habían sido dependencias del castillo de San Jerónimo. Se denominó Escuela Agrícola San José, duró cuatro años, y tenía capacidad para 28 alumnos, preferentemente campesinos. Aún se conserva en la calle Dr. Piñeyro No. 157, al norte del antiguo castillo, la capilla de la escuela, que tenía algunos edificios provisionales para aulas y vivienda de los estudiantes.
No cabe duda que, si en algo se salva la carrera del P. Francisco Xavier Billini es en el área de la educación. A él se debe la apertura y funcionamiento del Colegio San Luis Gonzaga a partir del 3 de junio de 1866. Al mismo colegio se sumaría o fusionaría de 1875 a1880 el Seminario Santo Tomás, establecido por ley del Congreso Nacional el 8 de mayo de 1848. Además de contar con un teatro y un gimnasio, y adoptar el sistema pedagógico del suizo Johann Pestalozzi, el Colegio San Luis Gonzaga introdujo la prensa educativa, creando a partir de 1870 tres publicaciones: el periódico El Amigo de los Niños (1870-1871), el quincenario La Crónica (1875-1890), y sobre todo La Biblioteca Popular (1886-1890). Lástima que, tratándose de un espíritu fuerte, la muerte del fundador en 1890, hizo que el Colegio San Luis Gonzaga entrara en su lenta crisis final, desapareciendo a principios del siglo XX.
El verdadero valor del Colegio del P. Billini está, sin duda, en los alumnos que graduó. Baste para valorar esta obra educativa los nombres del escultor y pintor Leopoldo Navarro, el abogado Alejandro Woss y Gil, presidente de la República, el abogado y diplomático Moisés García Mella, el abogado y político Enrique Henríquez, el músico José de Jesús Ravelo, los hermanos poetas Gastón y Rafael Deligne, el compositor Juan Bautista Alfonseca, el historiador Américo Lugo, el dramaturgo Vetilio Arredondo, el novelista y crítico Federico García Godoy, el narrador César Nicolás Penson, el periodista Miguel Angel Garrido, el novelista Tulio Cestero, y los sacerdotes Manuel de Jesús Moscoso Rodríguez, Apolinar Tejera Penson, Florentino Armando Lamarche Marchena, Manuel de Jesús González Reyes y Luis A. de Mena Steinkopf, futuro arzobispo coadjutor de Adolfo A. Nouel.
A esta institución se sumarian ya en el siglo XX los colegios femeninos de La Vega, Santiago y Santo Domingo, el Colegio de La Salle, la escuela salesiana de artes y oficios de Santo Domingo, el Colegio Don Bosco, la escuela agrícola de La Vega, el Colegio Agrícola de Dajabón, el Instituto Politécnico Loyola (San Cristóbal), y luego el Colegio del Apostolado y el Colegio Santo Domingo, ambos en la Capital, por no citarlos todos. En el mismo siglo XX se diversificaría más la oferta educativa católica, al menos en manos de religiosos y religiosas y ante todo en áreas tradicionalmente abandonadas. Como es obvio, se abrieron nuevas posibilidades universitarias, como la Universidad católica Madre y Maestra (Santiago, 1962), y la Universidad Católica Santo Domingo (1983), y las más regionales: la Universidad Nordestana (UNNE, 1978), y la Universidad Tecnológica del Cibao (UTECI, 1983).
3.- Otras contribuciones de la Iglesia al cambio político
Como si fuese una versión siglo XX de aquel primer sermón del dominico Antonio Montesino en diciembre de 1511, la jerarquía dominicana (tres obispos dominicanos y tres extranjeros), impulsados por un nuncio de nuevo cuño (el arzobispo Lino Zanini), y auxiliado de un escritor de estilo mordaz y vivo, como Fr. Vicente Rubio, O.P., lanzaron el 25 de enero de 1960 una carta pastoral sobre los desmanes de la tiranía y la necesidad del cambio y la apertura política. Y, como aquel sermón de Adviento, tuvo una segunda parte, a propósito de la Cuaresma el 28 de febrero siguiente.
El efecto inmediato fue la confrontación, luego los halagos de siempre, pero un valiente sermón del obispo de La Vega el 4 de marzo de 1961, debió convencer al tirano que ya los obsequios habían dejado de tener valor para comprar a la Iglesia. Y por eso se decidió por la persecución o el corte de las subvenciones, aunque el sistema ya daba señales de estar agrietado y hacía aguas por las coyunturas que se tenían por más seguras.
No fue consecuente la Iglesia con el cambio político esperado. La oposición callada de la prensa católica y de muchos eclesiásticos al verdadero cambio político a partir de 1962 y sobre todo en torno al golpe de estado de septiembre de 1963, no estaba precisamente de acuerdo con la postura asumida frente a la tiranía. Otro tanto sucedería ante la revolución de abril de 1965. Sin embargo, hay que reconocer que la mediación de la Iglesia en las sucesivas crisis electorales a partir de 1979 sí fue un elemento a favor de la maduración democrática. Otras mediaciones, como las del prolongado diálogo tripartito, facilitadas por la Universidad Católica Madre y Maestra y sobre todo su rector, han sido eslabones de la contribución de la Iglesia católica dominicana a la maduración de una mejor democracia.
[1] Juan F. Pepén, La Cruz señaló el camino (C. Trujillo: Editorial Duarte, 1954), 75-76.
[2] Cfr. José L. Sáez, “El padre Gaspar Hernández Morales, M.I. (1798-1858) y su verdadero aporte al movimiento independentista”, Clío LXXI:165 (Enero-Junio 2003), 159-184.
[3] Cfr. Apuntes de Rosa Duarte (Santo Domingo: Instituto Duartiano, 1970), 64; Pedro Troncoso Sánchez, Vida de Juan Pablo Duarte (Santo Domingo: Instituto Duartiano, 1975), 322-323.
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