Raysa White Más.- Se nos murió Sigfredo Ariel. Su cuerpo comenzó a ser parte del polvo tantas veces anunciado.
La poesía no ha muerto, sólo está de luto. Uno de los canarios, calló. Y así iremos callando tomeguines, gorriones. No habrá jaula para tanta soledad.
En puntitas de pie se va el cadáver. Pónganle la banda del Benny Moré. Póngansela bajito. Le desespera la estridencia.
Cuánto dolor no haberte visto en tantos años y sentirte por la humedad a flor de piel, querido Sigfredo, más que amigo, más que hermano, porque entre tú y yo habrá, en todo momento, un lugar más allá.
Eras mi confidente. Yo pienso que el de todos. El día que aprendimos a mentir lo hicimos juntos. En aquel cuchitril de mentirosos dos ángeles mirábamos el mundo desde el cielo y decíamos: ¿Te tiras? ¿Me tiro? Y apretados de la mano comenzamos a mentir. Primero fue un reproche y luego nos moríamos de la risa.
Tu verso se escondía bajo una oscura bestia disecada, caminando con cierto desparpajo, como que nada sucedía. La palabra escudriñaba a uno y otro lado, con ese miedo torpe a quedar descubierta. Entonces, se quitaba la camisa, la palabra, el pecho ralo se envalentonaba, soltaba diez o quince líneas, en perfecta elocuencia. Has logrado el poema, te decía. Buen poema, me decías. Nada nos importaba que ese mínimo triunfo. Agarrar el caballo por el cuello y someterlo a besos.
Podíamos escribir diez, quince libros, Dios nos había tocado.
Después vino la vida a joderlo todo.
¿Valía la pena vivir bajo los pies de tantos traficantes?
Aprendimos.
A mirar y hacer la vista al lado. No era difícil. Sólo mover los ojos. Y… camina… camina. ¿Por qué sentirnos miserables? Si a la segunda calle nos habían asaltado.
Aprendimos.
Que a veces ni una mano puedes pasar al compañero porque nace una intriga.
Los años comenzaron a correr sin darnos cuenta.
Y llegó el día en que, llenos de moretones, nos dimos un abrazo. No éramos nadie, pero triunfamos. Habíamos conseguido saltar sobre la masa de estiércol y abrazarnos de nuevo. Entre el chisme y el olvido, la vanidad y el odio. Las manos se apretaban, cómplices.
Hoy me quedo como todos que no saben cuándo les llegue el día, contemplando el paisaje que, ahora mismo, es sólo una pared. Y me viene a la mente aquella historia ¿Tú te acuerdas? Cuando nos convertimos en fieras para comprar el té en casa de los rusos.
Y sonrío porque, a pesar de todo, me cabe el privilegio de echar algunas lágrimas en la taza donde bebo el café.
Cuántos secretos, Poeta. Se nos quedan tantas cuentas por pagar.
Hoy los jóvenes aprenden pronto a ser perversos. Cambian rabia por lágrimas y versos por pistolas. No tienen respeto de la vida ni el tiempo. Hay modos de ofrecerse. Ya no se siente como un acto de osadía correr a casa de los rusos. Todo lo ven más simple. No hay discusión, no hay diálogo. El tesoro más grande es inmolarse. No hay té para el amor.
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