Por Raysa White

Lo que nos signa en esta época es la diversidad. La exaltación del fragmento como efecto de una rebeldía de lo marginado, de aquello que el todo acalla, pero no logra anular. Cada fragmento valorizado, potenciado, se aproxima formando el nuevo todo diverso. Del mismo modo se allega la diversa expresión en el Caribe hasta conformar un complejo estético infinito y multicolor espectro- autónomo y a la vez, conjugado. En el centro de esta policromía aparece Cándido Bidó, síntesis depurada de la escuela expresionista, continuador de los focos rebeldes finiseculares del XIX, de la simiente encarnada en el sesgo de Van Gogh y Gauguin.
La pintura de Bidó sigue los derroteros de una estética que necesita agradar. Para decir ciertas verdades y que sean recibidas con simpatía, es menester exponerlas con excesivo amor, belleza y dulzura. El contenido mordaz se sustituye por el ingenio lúdico, envuelto en su inherente ambigüedad, como es el caso de «Muñecas de trapo y Flores de papel» (2001), una propuesta atrevida, de tono controversial. Pequeñas muñecas yacen sobre el plato. A su lado, radiantes margaritas de papel. La multitud sugiere anonimato, generalidad, el dramático acontecer de un género en el entorno cotidiano. Pero no hay que inquietarse. Son muñecas. He ahí la validez del juego y su ambivalencia. Se aplaca la complejidad perturbadora que apunta hacia situaciones tan directas como la ofensa, la violencia, el atropello. Bidó se expresa de una manera en que lo originario puede manifestarse.
La sensualidad que impregna a la narración pictórica le viene de su propia naturaleza antropológica y geográfica. De ahí también la brillantez de la paleta. Múltiples combinaciones de reiterativa trilogía cromática (azul, rojo, amarillo) revelan la presencia vital de una sencillez cargada de espiritualidad, que ha convertido en su estética. Una estética consagrada al universo del espíritu, pero impregnada en los designios de un inconsciente colectivo que encuentra su liberación en el enigma.
Sus personajes carecen de ojos. Huecos sin párpados. Ojos que no duermen ni están ciegos. Sus miradas no se contagian con lo real externo.
El no retrata seres idílicos, sino la aparente vivencia idílica de estos seres. Ellos viven la intensidad de la vida desde dentro, con una profundidad contemplativa de aquel que discrimina lo que bebe su interior. La expresión exterior de sus visiones pueden confundir o envolver al espectador en la contemplación plástica de un formalismo tierno y sensual. No reparar en la tristeza o la nostalgia que emana de las profundidades huecas, oscuras, donde se dice hallar la voz trascendental de los seres humanos.
Sus desnudos femeninos despiden candor, y el pudor que aflora de ellos no es tanto de la mujer que se tapa, sino del respeto que le inspira al pintor.
El ser insular vive de una esperanza -escapar sobrevolando el mar- que se representa en un ave. El sol perenne y alejado, como si su cercanía fuese dañina, nos transporta a la mitología. El vuelo de Ícaro, atraviesa, las aguas con la fragilidad de sus alas de cera. No es conveniente acercarse demasiado al sol. El sol, no dejemos pasar esta sutileza, es masculino. Y ese azul no es necesariamente signo de su insularidad. Hay momentos en que el cuadro habla de empoderamiento masculino sobre el ser femenino, cuyo fastidioso predominio se enmascara o dulcifica en la sublimación del tercer rol creador dado a la mujer por la naturaleza en su función de madre; donde el respeto a la madre, el amor a la madre, la obediencia a la madre, localiza la virtud de la mujer dentro de un código de refinada subordinación.
El pincel Bidó lo ubica todo. Todo lo siente, presiente o imagina. La fuerza de su ser denuncia el dolor que no puede consolar, la injusticia que no puede reparar, desprendiéndose de sus escenas un agudo sentimiento de compasión.
Revela, sobretodo, el drama de la mujer dominicana emplazada en el contexto de una masculinidad «machista» que la

coloca en un plano de vasallaje ideológico inmerecido. En La muñeca roja (1998), yace rígida sobre un plato la sustancia femenina desprendiendo vitalidad y pasión. El ha colocado con delicada y eficaz ironía a una mujer viva en el contexto de una naturaleza muerta; su cabellera simula llamas; manos abiertas, pletóricas de deseo, ocultan las palmas con pudor. A su lado y encima, la cabeza del ave sin vida, signo de su esperanza y fragilidad.
El díptico Dos jinetes I y Dos jinetes II (1997) nos ofrece un discurso de impacto formal. La actitud de suplica en el hombre y el transcurrir indiferente de la mujer, apuntan a un conflicto que se canaliza a través de la incomunicación.
Su caballo de él mira con avidez candorosa a la potranca, provocando en ésta un cambio de coloración. En Dos jinetes I, las tonalidades, blanco/azul de la potranca transmiten frialdad, en tanto el cambio rojo/azul en Dos jinetes II, calidez.
La comunicación se da, no de modo consciente, sino, en el terreno irracional de los sentidos; en la naturaleza salvaje de hombre y mujer representada por los caballos.
Este conflicto de incomunicación en que ambos se hallan sumidos, trasciende lo singular y engloba la vida nacional.
En este caso, Cándido Bidó toma partido por la mujer, pues la coloca en el lugar del Yo, de la primera persona. La figura frontal, hierática. La mujer, la madre, la naturaleza, la tierra que nos recibió, la patria en su bien ganada autoridad. Y aquí se devela el sentir de la República Dominicana. La patria no quiere a un padre. Basta ya de manipulación histórica. La patria quiere, necesita no un protector, sino un compañero, un complemento, un amigo. El papel jugado por la mujer dominicana en el devenir histórico, en la amplitud de su intelectualidad, en su heroicidad y martirologio junto al hombre dominicano, le ha otorgado esa ofrenda.
Es en este fragmento de la obra donde descubrimos la clave de su popularidad, de la preferencia del dominicano hacia su pintura. Ese algo que atrae y no se sabe por qué, que no se debe propiamente a la «popularidad» del colorido, ni al exotismo de sus escenas cotidianas.
La pintura de Cándido Bidó contribuye, en su función estética, a sacar del anonimato un conflicto aparencialmente insoluble en el plano de las relaciones sociales, y que puede comenzar a meditarse cuando el inconsciente colectivo dominicano haga su «gestalt» en la reflexión contemplativa de estos cuadros, orientando los hilos conductores de su progreso volitivo hacia una perspectiva diferente.
• Habla el artista

No tuve que ver con la escuela de arte libre mexicana, si se quiere, físicamente. Empecé a estudiar pintura en 1955 y me gradué en 1962. Nuestras academias votaban por elimpresionismo en esa época. Era la tendencia que más se impartía. Soy un discípulo de Van Gogh, tanto en las temáticas y los pigmentos, como en las técnicas. Le debo escuela a Gauguin, a Marc Chagall. Del muralismo me atrajo mucho Diego Rivera y Cándido Portinari, el brasileño.
A esa gente yo la seguía porque cuando uno estudiaba, todos esos movimientos había que conocerlos, y el rompimiento de los muralistas mexicanos me atrajo mucho. Yo he tratado, a pesar de eso, de hacer mi propio estilo y lo que he llevado por todo el mundo.
Algunos me han tildado de repetitivo, de pintar las mismas cosas. Sin embargo, en el inventario real de mi obra todo eso es muy distinto. Pinto las cosas y las gentes de mi pueblo. Soy de una familia muy humilde de Bonao. Mi papá era zapatero remendón, y a los doce años cuando murió, tuve que salir a la calle a vender helado, guineos maduros, limpiar botas. De todo lo que se podía hacer para ganar unos centavos. Mis hermanos estaban pequeños y mi mamá trabajaba de cocinera para ganar seis pesos mensuales. Y cuando ella llegaba a la casa con un poco de comida pensando en que no habíamos comido, ya yo había cocinado aunque fuera un disparate, pero le
quitaba esa preocupación de encima. Hasta que empecé a aventurar hacia otros sitios buscando alguna mejora y me quedé en Santo Domingo.
Tenía en ese entonces dieciséis años. Estudiaba por la noche en un instituto, y por el día trabajaba de mensajero en una escuela religiosa para señoritas. Ahí estuve nueve años. A veces
hasta llegaba a ayudar al cura en la misa. Y en ese mundo de cruces, recogimientos y oraciones había una monja que pintaba. No era por así decirlo una pintora profesional, pero dominaba bien la figura, y yo me quedaba mirándola. No podía entrar en el curso porque era una escuela para niñas. Pero como tenía la inquietud cada vez que me hacía de un pedacito de papel o de cartón componía mis dibujos a lápiz, y en la azotea había una casita donde el personal de servicio guardaba o secaba la ropa. Y cuando llené toda la pared con mis dibujos invité a la hermanita a verlos, y ella, así ya iré, no te preocupes, un día tras otro hasta que le digo: pero, hermana, usted no quiere ver mis dibujos. Y me dice: Vamos a ver tus benditos dibujos para ver si me dejas tranquila. Y cuando vio tantos dibujos exclamó: ¡Ah, pero tenemos un artista aquí! Y fue con la Madre Superiora para que me diera el apoyo para estudiar en Bellas Artes.
Corría el año 1955, cuando Trujillo hizo aquí la famosa Feria de la Paz. Así empecé a estudiar con Vela Zanetti, un pintor español que hacía murales. El llegó aquí en el año 1944, después de la Guerra Civil española, y huyendo de los nazis arribaron aquí muchos artistas e intelectuales:
pintores, dramaturgos, poeta, escritores. Trujillo aprovechó esta coyuntura y construyó la Escuela de Bellas Artes, el Conservatorio de Música y la Escuela de Artes Escénicas. Estos artistas e intelectuales fueron los primeros profesores de estas escuelas.
La primera vez que viajé fue en 1963, un año después de graduarme. Visité Puerto Rico, seguidamente Colombia y así todos los demás, hasta contar cuarenta y ocho países. Cuando muchacho yo anhelaba viajar. Iba al aeropuerto y me quedaba mirando como despegaban aquellos aviones de cuatro motores, y me transportaba con ellos. Una de mis obsesiones era contemplar las aves volando bajo el cielo. Es que mi sueño era volar.
Soy una persona muy unida a mi familia. Hace unos años murió mi esposa. Cumplimos cuarenta y un años de casados y fue mi única esposa.
Tengo cuatro hijos. Dos hembras y dos varones. Me fascina el tema de la maternidad, la madre. Los he pintado mucho. Y pinto todo lo que me rodea, las aves, las frutas, las flores.
Todo lo que visto lo he pintado. Una vez me preguntaron que por qué pintaba los ojos así, y yo respondí por decir algo: para que mis figuras no vean lo que les daña. Mis figuras son ingenuas, tranquilas. Me gusta el desnudo. He hecho mucho desnudo y no sé por qué comienzo a querer vestir la figura. El color azul ha venido conmigo de la mano desde que era estudiante. Uso un solo tono de azul, con sus degradaciones, por supuesto. Nunca he usado el ultramar. El azul es un color muy difícil. Trato de usar otro color, pero no he podido liberarme de él. Es como un misterio. Y no lo uso como tema marítimo. Tengo pocos temas marítimos en mi pintura. Bonao tampoco es zona marítima.
El tema de mis paisajes lo saco mayormente de la entrada de Bonao, de sus campos, sus arrozales anaranjados, sus montañas azules. Cuando paso por ahí las imágenes se me quedan como grabadas en la mente. Hoy en día presido la Fundación Bonao, que ha creado una Escuela de Arte donde estudian jóvenes que serán los futuros artistas bonaerenses. Y sigo pintando.
Paso el tiempo buscando, pero no soy de cambios bruscos ni de rupturas. He hecho mi pintura poco a poco, caminando. Soy un pintor de escuela, un pintor académico. Los críticos me han atacado en este sentido. Es cierto que cogí de los fauvistas, de los impresionistas, incluso hasta de los naif. Pero lo he hecho a mi forma. He creado en la pintura mi propia personalidad. Qué importa donde quieran situarme: mi pintura soy yo.