No sería justo meter a todas las fundaciones en el mismo saco: unas funcionan bien y otras no funcionan. Depende de sus gestores, y depende, creo, de que su gestión no quede en las solas manos de la viuda del gran hombre que da nombre a esa Fundación.

Por  JUAN BONILLA – www.diariosur.es

La viuda de Alberti abandona la Fundación del célebre escritor.

Pensar mal es gratis, así que se da mucho, pero hay que reconocer que a veces no hay más remedio que pensar mal. Cuando unas mujeres jóvenes -o más o menos jóvenes- se casan con doctos ancianos reconocidos mundialmente, no tarda en expandirse la certidumbre de que en esas relaciones prima el interés de las primeras por alcanzar ese peldaño que al parecer es el más alto de nuestra cansina época: el de ser alguien. Los ancianos no tardan en apagarse, y quedan ellas como herederas manejadoras de inmensos patrimonios, viudas titulares encargadas de hacer permanecer lo que puedan los nombres de quienes fueron sus maridos. Hasta que sus nombres propios dicen más a la gente que el de los ancianos con los que se casaron. Ya se han convertido en personajes singulares, ya pueden volar solas sin tener que soportar las sombras de aquellos a quienes deben celebridad. Esas sombras suelen acabar convertidas en fundaciones, que es un invento muy recurrido de nuestra época para fomentar la cultura. No sería justo meter a todas las fundaciones en el mismo saco: unas funcionan bien y otras no funcionan. Depende de sus gestores, y depende, creo, de que su gestión no quede en las solas manos de la viuda del gran hombre que da nombre a esa Fundación. Si quieren un caso, ahí tienen el de Cela. Si quieren otro, ahí tienen el de Alberti.

Ambos terminaron sus días con mujeres mucho más jóvenes y al parecer radiantemente ambiciosas, pero culpar a las últimas de las voluntades de los primeros es bastante necio: ya eran mayorcitos para hacer lo que les viniera en gana. Ahora bien, una vez constituidos en Fundación para que se promovieran sus obras y sus legados estuvieran al alcance público, para crear cultura por decirlo pronto y mal, las decisiones de los ancianos perdían su condición de privadas e íntimas para transformarse en públicas, y por lo tanto merecer vigilancia. Los resultados están a la vista, son tan desastrosos, que la próxima vez que una Administración cualquiera, municipal, autonómica o la nacional, tenga que decidir si apoyar la creación de una nueva, tendrá que poner en marcha un minucioso protocolo de vigilancia para que no se repita lo que se dio hace unos meses con la Fundación Camilo José Cela y lo que parece que irremediablemente va a acontecerle a la Fundación Alberti después de que su viuda haya decidido abandonarla. La excusa que se ha puesto -el enfado de la Fundación Alberti porque su patrono principal, el Ayuntamiento del Puerto de Santa María, le ha puesto al teatro municipal el nombre de Pedro Muñoz Seca, el otro portuense célebre- no puede ser más infantil. La verdad es que las cosas ya iban mal desde hacía mucho tiempo, y que la gestión de la directora no podía ser más caprichosa y caótica, embarcada por su gusto y su afición a corregir demasiado las pruebas de imprenta de su difunto marido, en agrias polémicas con doctos estudiosos y discípulos de Alberti. Su patética ambición de practicar en la época de la fácil reproducción mecánica de textos, la censura sobre la obra de Alberti, eliminando referencias, bibliografía, nombres propios importantísimos en la vida de Alberti, era el peor homenaje que podía hacérsele al poeta y la mejor manera de presentarse ante el mundo como una dama soberbia que creía, por la sola razón de ser propietaria de unos derechos de autor, que estaba en su mano hacer con un texto que no era suyo, aunque sus réditos sí, lo que le viniera en gana. El alcalde de El Puerto se ha quejado de que María Asunción Mateo se va de la Fundación Alberti sin dar explicaciones, porque está convencida de que no debe explicaciones a nadie, y a sabiendas de que sin ella, sin el legado de Alberti, difícilmente sobrevivirá la Fundación. Pero esto es cosa que suele pasar con las Fundaciones culturales que se montan como negocio particular de unas familias, y a las que les entra dinero público a espuertas, y acaban cansándose cuando el negocio deja de ser rentable. Como las administraciones que los mantienen tampoco saben cómo ejercer control estricto sobre ellas, el resultado no puede ser más calamitoso, y hay ya unos cuantos ejemplos. El de la Fundación Cela fue especialmente grotesco, con aquellas imágenes en las que la casona de Iria Flavia contenía en cajas expuestas a la intemperie lo que un día fue gran tesoro de la cultura española, pues te gustara más o menos la obra de Cela, su papel como intelectual y gestor cultural de la postguerra española es de dimensiones colosales. Los escándalos además no tardan en salpicar a estas viudas poderosas, que suelen enfrentarse a las familias de sus difuntos, con el hijo de Cela la viuda de Cela, con la hija de Alberti la viuda de Alberti. Resultado de todo ello es esta sensación de que ambas han sabido utilizar a su antojo a quienes le dieron toda la celebridad que ostentan, pero culparlas a ellas solamente de que sus Fundaciones sean evidentes fracasos y máquinas de gastar dinero, es un sinsentido. La parte principal de la culpa la tiene ese énfasis político por aprovechar cualquier resquicio para sacarle intereses al asunto cultural, no meditar un solo instante en qué se embarca alguien cuando pone en pie una Fundación, no sujetarla con una condición primordial: quien la dirija, quien esté detrás de ella, no puede ser más importante y esencial que la propia Fundación que se funde, porque eso querrá decir que si un día se le cruzan los cables, se acabará la Fundación, como parece que le va a ocurrir a la de Alberti, después de mucho tiempo de haberse convertido en una empresa fantasmal.