El poeta mexicano recibe el premio Cervantes en la Universidad de Alcalá de Henares

«La poesía debe reivindicar la lucha contra la crueldad»: José Emilio Pacheco, Premio Cervantes de Literatura, 2010

MANUEL DE LA FUENTE | ALCALÁ DE HENARES Actualizado Viernes , 23-04-10

Podría decirte, compañero, compañera del alma, que hay quien va malmetiendo por ahí que la poesía, aquel arma cargada de futuro de la que habló Celaya, dispara hoy, asediada por mercaderes y arribistas, fariseos y barbilampiños del pensamiento, con pólvora mojada.

Podría decirte, compañero, compañera del alma, que algunos aseguran que el fuego de las palabras ya no hace blanco, que en el futuro que ya estamos sufriendo los megabytes usurparán el reino de los endecasílabos.

Sí, podría decírtelo, compañero, compañera del alma, pero te mentiría. Te engañaría a sabiendas, porque ahora mismo crepitan en la hoguera de mi corazón las chispas de la incandescente voz del poeta, este poeta humanísimo de México que acaba de recoger en la milenaria Alcalá el Premio Cervantes, José Emilio Pacheco: “Escribo unas palabras / y al mismo / ya dicen otra cosa / significan / una intención distinta / son ya dóciles / al Carbono 14 / Criptogramas / de un pueblo remotísimo / que busca / la escritura en tinieblas”.

Está el poeta lejos de su hogar, le cubre el polvo de un país hermano, de una semana de fiestas y agasajos, de cuartos de hora de gloria, que el poeta recoge con humildad, modestia muy aparte y un buen humor que nos hace cosquillas en las entretelas del alma. Sabe el poeta, un mexicano vivaraz como un plato de frijoles, que no hay camino, que el camino se hace al andar, aunque haya tropezones, algún traspié, y aunque esté humanamente seguro de que “el mar que es agua pura ante los peces / jamás ha de saciar la sed humana”.

Aprieta el sol de abril (no parece ni de lejos el mes más cruel) sobre Alcalá. Y llega el poeta, llega el juglar, y como por arte de birlibirloque sus pantalones se le caen hasta las rodillas. Su buen humor, de nuevo al quite: “Esto es un buen antídoto contra la vanidad”. Nada sabe Pacheco de vanidades, ni nada quiere saber. Ya está en el Paraninfo y ya se le acerca Su Majestad el Rey para entregarle “su” Cervantes.

Está el poeta rodeado de familiares y amigos, de embajadores, ministros presidentes y reyes, bien dispuesto el oído (“A mí sólo me importa / el testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo”), y presta y lista su voz melodiosa, su palabra sencilla: “Para mí, el Quijote no es cosa de risa. Me parece muy triste cuánto le sucede. Nadie puede sacarme de esa versión doliente”. Recuerda después, aquella mañana del otoño cuando sonó un teléfono: “Al amanecer del lunes 30 de noviembre, la voz de la ministra de Cultura, doña Ángeles González-Sinde me dio la noticia y me hundió en una irrealidad quijotesca de la que aún no despierto”.«En medio de la catástrofe siguen en pie y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote», dice Pacheco

Viaje en el tiempo

Viaja en el tiempo el poeta, ese tiempo al que tantas vueltas le ha dado. Viaja hasta estrechar la mano (la buena, claro, no la tórtiga) de don Miguel: “Me gustaría que el premio Cervantes hubiera sido para Cervantes. Cómo hubiera aliviado sus últimos años el recibirlo. Porque casi todos los escritores somos, quererlo no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica. No hay en la literatura española una vida más llena de humillaciones y fracasos que la de don Miguel. Se dirá que gracias a esto hizo su obra maestra. El Quijote es muchas cosas pero es también la venganza contra todo lo que Cervantes sufrió hasta el último día de su existencia”.

Pero Pacheco es poeta que no le vuelve la cara al morlaco astifino del presente: “Nada de lo que ocurre en este cruel 2010 –de los terremotos a la nube de ceniza, de la miseria creciente a la inusitada violencia que devasta a países como México- era previsible comenzar el año. Todo cambia día a día, todo se corrompe, todo se destruye. Sin embargo, en medio de la catástrofe, al centro del horror que nos cerca por todas partes, siguen en pie y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote”.

Baja el vate mexicano del estrado, el paso pausado, llevando a cuestas tanta gloria que se le encorva la espalda, que no es José Emilio hombre de estrambotes. La Ministra de Cultura le saluda entonces, con palabra menos ministerial, con voz cercana: “Entre ser admirado y conectar, Pacheco elige la humildad, decide conectar. Sus poemas nos ayudan a ser mejores ante nosotros mismos, frente a la violencia y la crueldad, frente a cualquier tipo de adversidad”.

El final de los tiempos 

“No quiero nada para mí, sólo anhelo lo posible imposible: un mundo sin víctimas” nos dice. “Su obra no podrá ser olvidada cuando termine el final de los tiempos”. Y al poeta, setenta años de oficio, del oficio de vivir y del mester de escribir, se le arremolinan mariposas en el estómago y sonríe y nos sonríe. Sonríe Su Majestad Don Juan Carlos, y le habla, de tú a tú, como siempre hablaron reyes a juglares. Y a Pacheco, juglar azteca, le crujen las vielas del sentimiento, y vienen a su memoria como pájaros sin nido, las noches frente al folio en blanco, las sinalefas, las graves, las agudas y las esdrújulas, y el río del tiempo se arremansa en su estilográfica.

“José Emilio Pacheco ha viajado –dice el Rey- a través de la riqueza y los matices del español, desde lo conversacional hasta la alegoría, desde el monólogo dramático a la voz del cronista, desde el guiño irónico hasta la hondura de un compromiso ético, ejemplar y necesario”, comenzó Don Juan Carlos. Junto al Director General del Libro, Rogelio Blanco, escudero del hidalgo Pacheco, el poeta escuchaba al Rey de la Madre Patria: “Gracias por haber revelado de forma singular la intensidad poética de nuestra lengua; por habernos hecho cómplices de una obra que ocupa un lugar destacado en la cultura literaria hispánica”. Y aquí, en la centenaria Complutense alcalaína, “que habrá de servir de guía a las nuevas generaciones”, según se cuenta en uno de sus claustros, el poeta recoge sus bártulos, sabe que tarde o temprano días como éste tenían que llegar.

Y una vez más, se lanza a esquivar las puñaladas del tiempo, las penurias de esta edad de las tinieblas, en algunos de los últimos versos que ha apurado el poeta: “Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora e otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza”. Cualquier día de estos, nos vemos de nuevo, en un lugar de La Mancha…

 Tomado de ABC.es