woody_allenBerlín, 22 jul (PL) Con un ritmo de rodaje que envidiaría cualquier director, el cineasta norteamericano Woody Allen se ufana de tener siempre a mano un argumento viable, los acumula desde hace 30 años en su mesa de noche, émula de los cajones de sastre.

Allí voy depositando todo lo que se me ocurre, afirmó en una entrevista concedida a la revista alemana TV Movie. Como en esos cajones donde los sastres de antaño guardaban todo lo que en un futuro podía servirles, desde un botón minúsculo hasta el tejido más fino.

Hay que creerle si se piensa que su filme más reciente, Whatever Works, es el número 40 de su trayectoria cinematográfica, y un llamado al disfrute de la vida en su máxima expresión, según la crítica.

Tal parece que es la receta para exorcizar el costado amargo de esa misma vida, que el define en la entrevista como «dura, malvada y demasiado corta», un concepto que se traduce en el escepticismo y la ironía que late en sus filmes saturados de sus propias neurosis y obsesiones, y el naufragio de la comunicación entre las parejas.

Ese estado de ánimo emerge de nuevo cuando define la realización de una cinta como un ejercicio sexual en el que «uno entra con muchas expectativas y en general sale decepcionado».

Sin embargo, en lo personal no puede quejarse. Con un físico nada inspirador, pero un talento radiante, Allen ha sido amado por actrices como Diane Keaton y Mia Farrow y satisfecho su deseo de besar apasionadamente en pantalla a otras como Julia Roberts, Scarlett Johansson o Mira Sorvino.

Tuve la suerte, asegura, de vivir en mi ciudad favorita, Nueva York, y enamorarme de muchas mujeres bellas. Le faltó añadir el placer de tocar el clarinete cada semana en los sótanos neoyorquinos donde florece el jazz, como una planta vigorosa y silvestre.